Imagen de portada: fotograma del documental “Savoy”, de Mario Piazza.
Cuando el hotel Savoy inauguró, allá por el año 1910, fue un suceso. Rosario no tenía otro hotel de esa envergadura. Un hermosura a prueba del tiempo, con lujos que se desconocían. La ciudad todavía no llegaba a tener 200 mil habitantes y, obviamente, tenía unas dimensiones mucho más acotadas que las actuales. Por aquellos años, el centro era la zona más distinguida de Rosario.
Aquel 30 de abril, los diarios rosarinos salieron a la calle con gigantes publicidades del hotel. “Savoy Hotel. Inauguración de la espléndida terrasse – Servicio de bar de primer orden – Excelente cinematógrafo – Gran iluminación a giorno – Dos amplios y rápidos ascensores eléctricos”, se promocionaba. Esa noche, cerca de las 20 hs., empezaron a llegar los carruajes desde los que bajaba lo más distinguido de la ciudadanía rosarina.
A lo largo de los años, por su salón y su bar y restaurant se dieron muchos banquetes. Y en sus habitaciones se hospedaron pedazos de tangueros como -el más grande- Carlos Gardel, Pichuco Troilo (se lo recuerda tomando whisky en el bar) y Edmundo Rivero (lo recuerdan tomando té). También descansaron en sus hermosas habitaciones: Tita Merello, Federico García Lorca, Freddie Mercury -para el recordado recital de Queen en el Gigante de Arroyito-, y mucho más acá en el tiempo, Fito Paez (si, es rosarino, pero se fue a vivir a BA y acá no tenía más casa, así que paraba en el Savoy; no es zonzo Fito).
Foto de Mario Laus, perteneciente al libro “Los Bares” (muchas gracias Rey Sietecase)
En las redes se recuerda que durante el año 74, una de las habitaciones del hotel era hospedaje permanente de Rita La Salvaje, la gloria del baile en los cabarets rosarinos, y que sus aficionados compraban flores en la florería de la esquina y se las hacían mandar.
El Savoy siempre tuvo cosas que la hacían distinto. Durante varias décadas, todos los días, vos entrabas a la confitería y había una “orquesta de señoritas” tocando música. No cualquiera, ¿eh? Muchos años después se retomó esa tradición y el tomar algo en el bar era acompañado por melodías de piano tocadas en vivo. Una onda muy distinta a cualquier otro lugar.
En el subsuelo, de pisos de madera, supo funcionar una sala de juegos que tenía bowling, billares, honguitos, y metegol. El encargado de la sala era el japonés Roberto Nakamatsu. En los 80, ese sector se transformó en un boliche bailable.
Los grupos de aficionados a los recuerdos, que crecen como la soja en Facebook, rebalsan de comentarios cada vez que algún buscador de historias sube una foto del Savoy. Es que tiene más de 100 años y mucha es la gente que se ha adentrado en las fauces del castillo.
Aparecen testimonios como: “me recuerdo tomando jerez con mi primer amor”; “jugabamos a los bolos en el sótano cuando nos hacíamos la chupina”; “fuimos a tomar café con mi esposo el día después de que nos casamos”; “tomabamos café desde las diez de la noche hasta las tres de la madrugada con otros estudiantes, tratando de arreglar el mundo hasta que los mozos nos echaran, hablábamos de política, filosofía o literatura”; “el Savoy para mí fue como un paraiso en esa Rosario de los 80”; o “el Savoy fue ícono de mi educación superior, junto a El Cairo, La Buena Medida y el Imperial”.
A partir de los 60, el Savoy y El Cairo, se convirtieron en dos bares que atraían a la intelectualidad de la ciudad. Artistas plásticos, gente del teatro y escritores cansaron las mesas de tanto café, vermut y vino. Muchísimas y apasionantes cosas sucedieron entre esas mesas. De allí surgió la revista literaria Setecientosmonos, durante la decáda del 60; así como lxs integrantes del Poeta Manco, durante los primeros 80, se juntaban de noche a tomar algo antes de salir con sus aerosoles a llenar de poemas las paredes, en contra de la dictadura militar.
Cambiando de tema, la belleza de la terraza merece este párrafo aparte que le estamos dando. Testigo privilegiada de la magnificencia hipnotizante de la cúpula revestida con cerámicos turquesas. Esa cúpula es la frutilla que se apoya sobre el edificio y termina de abrochar toda su perfección. Y esa cúpula fue testigo de las fiestas que se hacían durante los veranos de principio del siglo pasado, fue testigo de las primeras películas que se proyectaban en la ciudad, y fue testigo también de los after office que, muchísimos años después, se organizaron durante el año 2011… hasta que los vecinos se quejaron de los ruidos y no se pudieron hacer más.
Volviendo al tema de la bohemia del Savoy, en el documental (lo subimos aquí abajo), hecho por los alumnos del cineasta Mario Piazza, en 1980, puede apreciarse la esencia del bar como polo de atracción social. Uno de los parroquianos dice: “Es el lugar donde nos reunimos, sabés que venís acá y siempre hay gente. Es la manera de encontrarse con alguien para charlar y pasar un momento. En el Savoy siempre hay gente”.
El poeta Reynaldo Sietecase, parte de esa bohemia que paraba en “el castillo”, escribió en su libro “Los Bares”, hacia finales de la década del 90: “Pertenecemos a El Savoy. Alguna vez permaneció cerrado y parecíamos huérfanos, caminando desde el centro hasta el río, tontamente. Después aprendimos a tomar distancia. Molestos por las reformas, tal vez, inevitables. Eso era lo único que no habíamos bebido en esas mesas: distancia con hielo y limón. Volveremos. Y esto es más que una promesa”.
Seguramente Reynaldo haya vuelto. Lo que sigue es historia conocida, hacia el 2007, después de un periodo de decadencia, el Savoy cerró por completo. Para la ciudad fue una catástrofe histórica. Pero dos años después, gracias al esfuerzo de inversores locales, volvían a abrirse las puertas del castillo, con todo el esplendor recuperado, para darle más cuerda a la historia y hacerle morisquetas al destino de tragedia.
¡Feliz cumple, Savoy querido!